Hubo
una primera vez, y tenía que haber una última. No sabría poner fecha a mi
infelicidad, pero mientras tanto, el silencio ensordecedor, me hacía sentir
vacía…
Los
días se sucedían ante una galería de hipocresía absoluta. Una sociedad donde
las sonrisas eran puñales y los consejos grilletes, que me arrastraban a la más
burda de las mentiras. Un matrimonio tedioso y caducado.
Me
levantaba sucia, inerte, autómata. Así siempre, con el semblante herido que no
dejaba pestañear la duda de mis inquietudes.
Se
sucedían las mañanas en la lucha laboral, la impaciencia de los hijos, y la inflexible
dependencia de mi esposo.
Las
tardes abrazaban momentos de soledad con sospecha dibujada de displicencia
sexual, porque las horas que completaban mis días, eran las noches de sepulcro
afectivo, de caricias rotas y besos robados.
Y
no me equivocaba.
Mi
marido llegaba esa noche, “dispuesto”, como de costumbre, y yo empezaba a estremecerme
de hastío y desazón. Temiendo el momento de mullir mi lecho, deseaba no sentir
su aliento tras mi nuca y que el sueño le venciera como yo nunca supe hacerlo.
Pero
alargó su brazo acordonando mi cintura y debió notar mi sobresalto.
Mi
mente viajó rauda y explícita, evocando las veces que sus manos manejaban mi
cuerpo a su antojo.
Sin
permiso ni piedad.
Cómo
sus labios querían beber de la fuente prohibida de mi boca, deseando ser correspondido
con un beso apasionado, ignorando el desdén de mi repulsa. Sus manos recorrían,
ante mi rechazo, mis senos apagados. Y ardía de dolor cuando los agarrotaba del
ansia por poseerme, mientras se desprendía de mis vestiduras como apestosa
mugre, para acechar su presa aún más indefensa.
Mis
negativas eran como el elixir de su excitación, porque me sentía perdida entre
las sábanas, bajo su cuerpo, abierta a un deseo insano y desgarrador, para
deleite de su hombría y repulsión para mi femineidad.
Recordaba
cada abominable caricia después de haber repudiado su actitud, su soberana
prepotencia e imposición. Su argumento machista de ser su mujer y deber cumplir
con mis obligaciones conyugales.
Y
si hubo una primera vez, también hubo una última, porque no estaba dispuesta,
una vez más, a doblegarme tras sus exigencias.
Echándolo
a un lado me levanté, lo desafié con la mirada, y le invité a salir de mi vida,
de mi ser, de mi mente, porque ya hacía tiempo que estaba fuera de mi corazón. Hacía
tiempo que dejé de sentirme mujer y por
primera vez creí recuperar mi dignidad, no permitiendo que continuara saciando
esa sed enfermiza y sexista. Y la crueldad del maltrato y la violación, se
erradica con un “NO”.
Atónito
e insolente quiso soltar una verborrea absurda que yo no estaba dispuesta a escuchar,
así que fui al cuarto de baño y, sentada en el suelo, empecé a llorar.
Me
sentía prisionera de emociones, pero con el alma libre.
Aun
así, temí golpes en la puerta, moratones en mi cuerpo, gritos desolados de mis
hijos, sangre, policías…
Pensé
en todas esas mujeres, que habiendo alzado la voz un día, están sepultadas,
mutiladas o casi olvidadas.
Tuve
miedo, mucho miedo por el devenir.
Sin
embargo, sentí la puerta de la calle cerrarse, con un leve golpe y me invadió
una oleada de frescura en la habitación.
Salí
de mi breve y voluntario cautiverio, le busqué por toda la casa, pero se había
ido.
Mi
instinto me hizo acelerar los pasos para ver a mis hijos, que descansaban
plácidamente. Ajenos a los cambios que nos depararía la vida. Y a los pies de
la cama del pequeño, me rendí a la suerte de la esperanza, sequé mis lágrimas y
me dormí.
Fue
el mejor de mis sueños, y he de decir que, a día de hoy, sigo soñando…
TÍTULO:
“ESCLAVA
DE EMOCIONES”
AUTORA: BIBIANA ROMERO BIANCHI
Ex-alumna y madre
de una alumna de 1º Bachillerato